lunes, 29 de abril de 2013


SOBRE LA RELIGIÓN
Y los que digan que esto no les preocupa nada, o mienten o son unos estúpidos, unas almas de corcho, unos desgraciados que no viven, porque vivir es anhelar la vida eternaMIGUEL DE UNAMUNO.

En esta disertación me propongo hablar de ese término tan difuso, debatido y problemático, que es nada y más y nada menos que la “religión”. Y voy a hacerlo desde una doble perspectiva. Primero ensayaré mi humilde visión sobre el tema. Luego haré una reivindicación a nivel social y político.

Siempre es difícil hablar de conceptos tan omnímodos. No sólo la historia del concepto “religión” se extiende hasta cotas que ahora mismo mi mente no alcanza, sino que su dimensión moral y abarcadora de tantas connotaciones sociales, políticas o filosóficas dificulta un trato limpio con el término. Afrontando este duro reto, y no sin cierta libertad premeditada, voy a exponer unos ligeros trazos de mi opinión al respecto.
Entiendo la religión como una dimensión moral. Pero no una dimensión cualquiera. Como su propio nombre indica, la religión nos hace estar “re-ligados” a algo, nos hace estar indisolublemente anclados a algo. A lo que nos re-liga es a nuestra transcendencia. Por el mero hecho (que no es baladí, ni mucho menos) de saberse existir, el hombre acepta la existencia de un hado, inaprensible a priori, que no puede aprehender, que le excede. Dudo mucho que haya una sola persona que no haya cavilado nunca su existir, preguntándose y consternándose acerca de la existencia de un ente que haya podido, si no crear, al menos subyacer a todo “ser” humano. Nótese que lo que estoy utilizando aquí por “transcendencia” es mucho más sencillo que lo postulado tradicionalmente en la escuela filosófica. Giordano Bruno negó la transcendencia divina, pero no me refiero a la transcendencia o inmanencia de un Dios (tema muy sugerente a tratar). Me refiero con transcendencia a algo cotidiano, casi trivial; al mundanal hecho de que todos nos preguntamos alguna vez, unos más lúcidamente que otros, por un “porqué” radical, una causa primera; algo que nos transciende.
Pues bien, la religión cumple ese ámbito reflexivo del ser humano. El cristianismo nos vincula a un Dios omnipotente y providencialista, y lo hace afirmando nuestra condición de “pecadores”. La discusión reside en el nivel de humanización de ese Dios. Sin duda, la idea de un alma universal que se despliega por todas las almas individuales, y que no es ella sin ellas, y que nos conforma hasta el punto de que somos más suyos que nuestros, no parece descabellada. Al contrario, me parece muy oportuna y elegante. Ahora sí que cabe resurgir a Bruno de sus cenizas; como ya he dicho, su idea de la inmanencia divina es de lo mejor que ha producido el Cristianismo (obviando ahora a San Agustín). No menciono el Judaísmo ni la religión musulmana, que en este sentido monoteísta y transcendente son similares al Cristianismo. Allá en el oriente no es menos destacable el Budismo, doctrina mucho más naturalista, aunque comparte con el Cristianismo ese carácter transcendente.
Lo que yo deseo es una mayor amplitud de miras con la religión, es decir, no limitar su ámbito al carácter divino o litúrgico, palabras demasiado cargadas de tradición peyorativa. Todos somos, en cierto sentido, religiosos. El hacer de ese desprecio a la religión un revulsivo social, o una virtud a nivel personal, me parece detestable. Una falta de pensamiento crítico. Moviéndome ahora en sensaciones personales, digo que detesto el típico ateo estúpido y engreído, tanto o más como el ministro que pretende hacer de la religión un adoctrinamiento social.
Hilando con esto último, es momento de hacer esa reivindicación antes referida. Más que una reivindicación, una denuncia. No son pocas las voces que piden un estado laico, una separación absoluta entre política y religión e incluso una disolución de las prácticas religiosas en lugares públicos. Secundando todas esas ideas, que acaso me satisfacen, quiero ir un poco más allá. Me propongo llegar al fondo de la cuestión.[1]
Toda religión propone una doctrina moral, encaminada a la vida de los individuos, con el fin de mejorarlas y hacerlas éticamente buenas. Esto creo que es indiscutible y basta de poca argumentación. Pero otra cosa que las religiones postulan es (y mucha gente lo olvida) una cosmogonía y una visión del mundo. El Cristianismo, por seguir con el mismo ejemplo, afirma que Dios es la causa primera y que lo que había antes de él es incuestionable puesto que él es lo primero y lo último. Además, de su providencia depende el resto de la humanidad de modo determinista. En una palabra, para los cristianos somos marionetas de Dios (caricaturizando un poco la cuestión) y nuestra conducta no responde a otras motivaciones que al dictamen divino. La historia es una redención del carácter pecador de todo lo humano, y el día del Juicio Final todo será devuelto al señorío y la totalidad de Dios, que lo es todo y en todo está. Esto que acabo de describir es una visión del mundo que abarca su origen, su decurso y su fin. Pero es “una” particular y, por supuesto, cuestionable. Hay muchísimas cosmologías. La ciencia la intenta desde un punto de vista puramente natural, mientras que las religiones lo hacen apelando a lo divino o sobrenatural.
El error en que incurren la mayoría de los Estados actuales es convertir esas cosmologías (el ejemplo más claro es la religión musulmana, en menor medida el Cristianismo), que son opcionales, en doctrinas inapelables para la educación. Los niños son seres sorprendidos constantemente con el mundo y sus misterios. Tienen una capacidad imaginativa sin límites y lo más importante; son flexibles en sus pensamientos. Conforme avanza la edad se hacen (nos hacemos) menos imaginativos y más dogmáticos. Pocas cosas hay tan miserables y crueles como negar a los niños esas inquietudes. Porque la religión cristiana (ahora concreto) es una teoría del cosmos, acabada y refrendada por dos mil años de historia, que solventa esas preguntas de los niños. No digo que el Cristianismo sea una mala propuesta (eso ni lo sé ni creo que sea importante), lo que denuncio es que se eche a perder esa fuente de imaginación que son los niños, adoctrinándolos de manera patética  con las Sagradas Escrituras. Eso ya tendrán tiempo de descubrirlo, cuando aclaren su pensamiento (si es que eso se puede aclarar) y tengan la capacidad de elegir qué les conviene más en su vida.
Por esta razón defiendo el estado laico. La educación es la creación de nuestro destino. Si la enfocamos con una pronta negación de lo que más nos inquieta, no nos queda más que dogmatismo y extremismos religiosos.




[1] Podría decirse que voy a tratar el tema de modo filosófico. Me gustaría dejar claro lo que entiendo por filosofía, porque creo que no hay término más ambiguo en el lenguaje castellano (si no en todo lenguaje existente). Lo que entiendo por filosofía es un saber radical. De forma rápida; cualquier tema puede tener distintos análisis, desde el más puramente científico, hasta un análisis histórico, psicológico, social o el que fuere. El análisis filosófico sería el que tiene una visión obligadamente heterodoxa sobre el tema, es decir, lo coge a oscuras. Cuando queremos filosofar, lo mejor es olvidarnos de todo lo que sabemos, porque posiblemente lo que sepamos sea muy poco o esté muy poco claro. Como diría Ortega, los saberes filosóficos, que son los fundamentales (con esto no digo ni mejores ni peores, sino eso mismo, fundamentales en tanto que causas radicales), están a la mano, y no hay que hacer excesivos esfuerzos de memoria para obtenerlos.

lunes, 22 de abril de 2013


EN TORNO A JESÚS DE NAZARET
     El hecho de la existencia de Jesús de Nazaret, aún poniendo en tela de juicio tantos datos biográficos como se presten a debate, creo que es indudable.[1] Sobre la fiabilidad de las pruebas se podría hablar largamente, pero no es asunto que ahora nos incumba. Aceptando estas premisas, vamos a suponer, porque de hecho lo creemos (yo al menos lo creo), que Jesús de Nazaret existió. Al igual que supongo, dicho sea de paso, que Platón, Alejandro Magno, Carlos V o Schopenhauer existieron.
     Cuando se aborda el alambicado tema de “la búsqueda del Jesús histórico” se clama hasta llegar a la histeria una dosis imparcial de objetividad, un tratar el tema con el máximo rigor histórico. Esto, en el caso de Jesús, conlleva tratar su vida al margen de cualquier relación con la religión cristiana, porque se supone que ésta tiene una visión determinada y dogmática sobre su figura, y por ende todo cristiano la tendrá igualmente. Parecería una contradicción pedir objetividad, y al mismo tiempo observar el tema desde una postura dogmática. Yo creo que no es en absoluto contradictorio. ¿Cómo abordar la figura de Jesús sin tener en cuenta su aspecto religioso? De hecho si Jesús no hubiera pensado lo que pensó ni hubiera dicho lo que dijo, dudo que dos milenios después un servidor estuviera perdiendo el tiempo consternándose sobre su figura.
     Se tienen muchas reticencias con los evangelios canónicos porque su redacción implicó sin duda una visión subjetiva y por efecto teológica de la vida de Jesús. Mateo, Marcos, Lucas y Juan afirmaban con toda rotundidad que Jesús era el Hijo de Dios elegido y enviado para realizar la redención universal. Lo que ocurre es que esta hipótesis, la secundemos o no (dato que creo bastante baladí), es la que defendía el propio Jesús. Entre sus múltiples aforismos destacan sus sentencias sobre su origen divino, sobre su Padre todopoderoso. Es, dadas las circunstancias, necesario abordar el proceso del Jesús histórico desde esta base, que Jesús era el Hijo del Padre. Porque sin ello no se entiende nada. El comportamiento de Jesús no es nada sin este fundamento. Dicho esto, el ateo, el creyente, el agnóstico o el indeciso en estas lides divinas, todos han de hacer un esfuerzo intelectual e imaginar a un Jesús divino y redentor.
     Y ahora que hemos hecho referencia a ello, no nos escondamos. Afrontemos el tema, morboso y apasionante, de la estrecha (o ancha) diferencia entre un ateo y un creyente. Lo primero que hemos de decir es que vamos a hacerlo des del punto de vista del cristianismo, para no complicar más aún la cuestión. Digamos que hay dos rasgos sobre la persona de Jesús que creo marcan esa diferencia; el que fuera de naturaleza divina y el que resucitara. Porque todo lo demás puede derivarse de estas dos afirmaciones. En consecuencia, el ateo, en sentido estricto de la palabra y en relación a Jesús, es el que no cree en ello. Haciendo un pequeño paréntesis, considero que aquí nos encontramos con el gran error del cristianismo, a saber: pretender elevar a dogma estos hechos que no superan el mero mito o la leyenda. El cristianismo tendría más fuerza de persuasión si presentara estos hechos como metáforas de un poder divino, pero no como hechos indudables. De hecho la religión griega asumía en cierta manera el marcado carácter mitológico de sus divinidades y sus relatos mágicos La divinidad es un sentimiento fervorosamente subjetivo del ser humano en tanto ser individual. La pretensión de hacer de la divinidad carne, de llevar a Dios al mundo, es tan osada como irreverente. Osada por ilógica. Irreverente por menospreciar al ser humano. Porque el ser humano ya tiene a su Dios dentro de él mismo. Dejemos que lo busque y lo alimente. Pero el cristianismo nos quiere vender un Dios ya hecho, acabado, con su ideología moral de abnegación y humillación hacia uno mismo.
     A pesar de todo esto, la figura de Jesús me parece de las más interesantes y enigmáticas del mundo antiguo. En el caso de que fueran ciertas todas las historias que se cuentan de él (los milagros, las curaciones mágicas, los exorcismos, su magna resurrección, su posible naturaleza divina o sus poderes sobrehumanos) nuestra admiración por el tema estaría justificada. Pero es que no es menos enigmática, en el caso de que su leyenda no fuera cierta, la causa de tanta profecía en nombre de Dios, de tantos oráculos que aseguraban la llegada de un Mesías, de tanto fervor que (según las Escrituras, destapó Jesús por Palestina). Incluso el rey Herodes Antipas quiso ir a conocer al que describían como el Elegido, el Ungido (Cristo) por Dios. A mí, personalmente, me inquieta hasta términos indecibles el porqué de todo este “mundo mágico” que se creó en torno a su figura. No estamos hablando de un profeta alocado que lanza una revelación y queda en el olvido. La tradición cristiana nos muestra gran cantidad de profetas que hablaron claro sobre sus supuestas revelaciones divinas. Por ejemplo, la famosa profecía que dice:
 He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo,
y le pondrán por nombre Emmanuel…
Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá;
porque de ti saldrá un caudillo
que apacentará a mi pueblo Israel.
Aquí el profeta anuncia tres cosas: que tendrá lugar una concepción inmaculada, que el lugar será Belén de Judea, y que el recién nacido será “alguien especial”. Luego, según nos narran los cuatro evangelios (con evidente y reseñable parcialidad, ya que los evangelistas tenía el único objeto de glorificar la figura de Jesús en tanto divina y enviada por Dios, por tanto no tenían una visión imparcial), Jesús nació por obra del Espíritu Santo en María, supuestamente en la aldea de Belén, y llegó a ser un líder espiritual para lo que en aquellos tiempos era una secta cristiana dentro del judaísmo. Aquí tenemos que lo dicho por un profeta, es secundado siglos después por unos evangelistas. Insisto, si todo lo sobrenatural que se nos cuenta no ocurrió y es una gran mentira, ¿qué motivación llevaría a esos evangelistas (y a muchos otros) a preocuparse por redactar unos escritos, indagando en numerosas fuentes y luchando por su pronta difusión? ¿Qué tendría el mensaje cristiano, que hizo, siglo tras siglo, a una proliferación incontable de creyentes amparar y difundir unas ideas racionalmente discutibles?
     Toda esta historia comienza en el Génesis, que según la tradición es un libro de inspiración divina. Después de milenios, el mensaje no se ha perdido. De hecho el mensaje ha creado la religión más seguida de la historia. Desde la Tierra Prometida a Abraham, en un relato donde se mezcla leyenda e historicidad, hasta hoy. Porque al final no se trata de ser o no creyente. Considero que el encanto de todo esto es meditar la causa de por qué el alma humana es capaz de seguir con tanto entusiasmo una doctrina revelada, y difundirla siglo tras siglo hasta hacerla universal.


[1] Aún así, no es ilícito adoptar la postura radicalmente escéptica de que todo lo ocurrido antes de un “ahora”, que por tanto uno no ha visto, puede no haber ocurrido, por tanto no existe nada sino un presente. Ésta es una postura divertida sobre el concepto de “historia”, pero ahora, poniéndonos un poco prácticos (que no serios), hemos de aceptar como real todos los acontecimientos históricos de que tengamos alguna prueba fehaciente.

miércoles, 17 de abril de 2013


LA GENERACIÓN DEL 98
En los albores del siglo XX muchos autores, movidos por una miscelánea imponderable de pretextos ideológicos y literarios, emprenden una escritura innovadora que trastoca el modelo de novela que se había desarrollado hasta entonces. Es la escritura de Baroja, Benavente, Valle-Inclán y otros muchos (no menos importantes por el hecho de no ser nombrados) prevalece una concepción literaria vital, filosófica y tremendamente subjetiva.
Un paradigma elemental lo conforman los libros de don Pío. En El árbol de la ciencia nos topamos de golpe, sin esperarlo, con un protagonista (Hurtado) atormentado y que busca desesperadamente una satisfacción vital, algo que le mueva a ser, a seguir viviendo. Al final el desgraciado decide suicidarse en medio de un huracán de sueños estéticos y barullos filosóficos. Es este un ejemplo perfecto, aunque esa búsqueda de la pasión mística por parte de Fernando Osorio en Camino de perfección no lo es menos. Estos libros que tratamos no responden a los cánones de la “novela clásica”, si es que esta denominación es legítima. En los textos de la Generación del 98 no seguimos una trama lineal, con personajes estereotipados cuyas vidas se entrelazan y conforman un argumento más o menos aceptable. Los dulces soñadores del 98 hacen un retrato de sí. Con el pretexto de una novela y de un personaje literario supuestamente ficticio trazan su rostro, lo exponen implícitamente para que el lector entienda qué es el hastío de la vida, el insoportable tedio de la existencia. Es una forma deliberada de dejar vía libre a la subjetividad del autor. Es más, los libros son la subjetividad del autor. No son un entorno aparte, son el autor. Con lo cual, la literatura acoge una revolución, creo, sin precedentes. Amparados en las ideas individualistas y terráqueas (el sentido de la tierra, del Superhombre en la tierra) de Nietzsche, cuya muerte adviene en pleno apogeo del estallido del 98.  La expresión artística cobra una dimensión tan personal que ya no se trata de denunciar una realidad injusta, de contar una historia separada de nuestra vida... el arte literario deja atrás el cumplimiento de un procedimiento objetivo de creación, se rebela contra esos principios ilustrados de objetividad. En pos de ello adviene el ser humano en su sentido trágico, en su decurso vital. El fervor religioso o la pasión amorosa importan más, por ser más inmediatos, que la injusticia social o la corrupción política.
Con esto último no se me debe malinterpretar. De hecho, una de los motivos más íntimos de los escritores a que nos referimos es esa pena por una España en decadencia. Una decadencia que encuentra su cenit en el desastre colonial del 98. La regeneración y la revisión política se convierten en necesidad acuciante. Lo que intento decir es, aludiendo ahora a esa irónica y un poco perversa frase de Hume (“No es extraño que me preocupe más mi dolor de muelas que la destrucción de la humanidad”), que la dimensión moral e individual del hombre, por su circunstancia (nada desdeñable) de hacer que el hombre “sea”, adopta la importancia que merece.
Los personajes que vagan errabundos por estas “novelas” (debe cogerse siempre este término con pinzas, incluso Unamuno decidió cambiar el nombre clásico y crear el suyo propio; las célebres Nivolas) resultan atractivos por muchas razones. Su vida casi ascética, su devoción contemplativa, cuando no religiosa, su afecto por el arte, por la filosofía, por la visión de la naturaleza, incluso por la ciencia. Son cosas que suenan anticuadas en la época en que nos movemos. Los constantes viajes, absurdos y sin objeto (considerando “objeto” como la consecución de un fin deliberado previamente, ya que la realización vital no es algo baladí, ni mucho menos), de Fernando Osorio o de Azorín (en esa patente autobiografía del prodigado en estos menesteres Antonio-Ruiz “Azorín”), nos transmiten con fascinante claridad los olores de un ambiente, el color de un ocaso o la textura del rocío matutino. Tienen la brillante capacidad de que nos identifiquemos con esa aciaga realidad que sufren los protagonistas.
Y entre todo este tumulto de desorientación vital, hastío, pasión amorosa reprimida... la filosofía subyace latente como la lava en la inminencia de una erupción. Una filosofía de fuerte carácter (en el fondo la filosofía no es más que una forma de afrontar la vida, y por ello el carácter que adopte ésta será el carácter de aquella), de corte pesimista, individualista y explícitamente shopenhaueriano. El título del libro de Azorín, La voluntad, no es sino un pequeño homenaje a ese inmortal filósofo alemán que dejo claro cuál era la condición primera del hombre, además de la causa primera de todas sus acciones; una voluntad (si es que este fenómeno admite nombre alguno) ciega y brutalmente animal, que nos incita a movernos con el único fin de nuestra supervivencia. Esto produce ese hombre nihilista, porque ciertamente no se encuentra valores, a no ser convencionales y absurdos, donde sólo existe el puro egoísmo (amparado en esas ansias de sobrevivir) y representación individual de una realidad. El mundo, además de nuestra voluntad, es la representación que de él tenemos. Representación tamizada por ese “velo de Maya”. El profundo “qué” del mundo nos está prohibido, más que prohibido, velado. Así que no cabe cualquier pretensión de universalidad, por no decir que los conatos cientificistas constituyen una auténtica insensatez. La ciencia, como diría Ortega, es una disciplina, una actividad que hacemos los hombres mientras vivimos. Es decir, precede un primario y vulgar “vivir” a toda acción del hombre, incluso a la noble tarea del filosofar. Es absurdo intentar explicar radicalmente el mundo a través de la ciencia. Lo que no le resta a ésta ni una pizca de su honorable condición. Pero dicha condición ha de ser necesariamente utilitaria y de análisis sosegado del mundo natural, lo que nos puede ser de mucha ayuda para saber más sobre esa nuestra “representación”, pero en ningún caso para llegar ni siquiera a ese “nóumeno” kantiano.
Con todo esto, tenemos en el 98 a unos protagonistas marcados inexorablemente por estas premisas filosóficas. El hecho de vivir se convierte en una satisfacción de necesidades primarias que fluctúan entre lo corporal y lo mental. Porque esa “voluntad” existente en todo ser vivo trasluce a golpes intempestivos. Se muestra sin prejuicios morales y se nos ofrece como un capricho divino. ¿Qué ha de hacer el pobre Osorio cuando, contemplando con atención un cuadro del Greco, siente esa pasión mística que le brota por la sangre? ¿No es ese un delirio de la voluntad? ¿No es eso algo que nace desde su más íntimo ser y que ha de ser necesariamente satisfecho? Porque la ética no es más que el deber con uno mismo. El deber puede ser una palabra horrorosa cuando se la pronuncia en sentido universal o social. Pero en este caso hablo de honestidad, de ser fiel a uno mismo. Y uno mismo es el conjunto de sus ideales. ¿Qué hay más lastimero que un ser humano hipócrita, sin autonomía moral y que tiene su actitud prefijada por una serie de repelentes preceptos morales? En este sentido los protagonistas del 98 son la excelencia. Esto ha sonado un poco ambiguo, porque con “protagonistas” puedo referirme a los escritores o a sus personajes. A estas alturas del texto mi querido lector ya habrá entendido que son lo mismo (ahora me viene a la cabeza, irremisiblemente esa audaz peripecia de Borges, por la cual el lector y el escritor se confunden. Todo lo escrito pudiera ser un desvarío o una noble ocurrencia de algún hado oscuro, escondido a los tiempos, y que se muestra en pequeñas dosis a través de las almas. Por ello, hablemos de ese lector/escritor). Esos perspicaces escritores/lectores/personajes no hacían otra cosa que escribirse al tiempo que escribían obras para el gran público. Ellos se escribían, dibujaban su rostro con tenues trazos negros. Eran honestos con su ser y esperaban con indiferencia ese motor que, al igual que llamamos vida, llamamos muerte.