miércoles, 17 de abril de 2013


LA GENERACIÓN DEL 98
En los albores del siglo XX muchos autores, movidos por una miscelánea imponderable de pretextos ideológicos y literarios, emprenden una escritura innovadora que trastoca el modelo de novela que se había desarrollado hasta entonces. Es la escritura de Baroja, Benavente, Valle-Inclán y otros muchos (no menos importantes por el hecho de no ser nombrados) prevalece una concepción literaria vital, filosófica y tremendamente subjetiva.
Un paradigma elemental lo conforman los libros de don Pío. En El árbol de la ciencia nos topamos de golpe, sin esperarlo, con un protagonista (Hurtado) atormentado y que busca desesperadamente una satisfacción vital, algo que le mueva a ser, a seguir viviendo. Al final el desgraciado decide suicidarse en medio de un huracán de sueños estéticos y barullos filosóficos. Es este un ejemplo perfecto, aunque esa búsqueda de la pasión mística por parte de Fernando Osorio en Camino de perfección no lo es menos. Estos libros que tratamos no responden a los cánones de la “novela clásica”, si es que esta denominación es legítima. En los textos de la Generación del 98 no seguimos una trama lineal, con personajes estereotipados cuyas vidas se entrelazan y conforman un argumento más o menos aceptable. Los dulces soñadores del 98 hacen un retrato de sí. Con el pretexto de una novela y de un personaje literario supuestamente ficticio trazan su rostro, lo exponen implícitamente para que el lector entienda qué es el hastío de la vida, el insoportable tedio de la existencia. Es una forma deliberada de dejar vía libre a la subjetividad del autor. Es más, los libros son la subjetividad del autor. No son un entorno aparte, son el autor. Con lo cual, la literatura acoge una revolución, creo, sin precedentes. Amparados en las ideas individualistas y terráqueas (el sentido de la tierra, del Superhombre en la tierra) de Nietzsche, cuya muerte adviene en pleno apogeo del estallido del 98.  La expresión artística cobra una dimensión tan personal que ya no se trata de denunciar una realidad injusta, de contar una historia separada de nuestra vida... el arte literario deja atrás el cumplimiento de un procedimiento objetivo de creación, se rebela contra esos principios ilustrados de objetividad. En pos de ello adviene el ser humano en su sentido trágico, en su decurso vital. El fervor religioso o la pasión amorosa importan más, por ser más inmediatos, que la injusticia social o la corrupción política.
Con esto último no se me debe malinterpretar. De hecho, una de los motivos más íntimos de los escritores a que nos referimos es esa pena por una España en decadencia. Una decadencia que encuentra su cenit en el desastre colonial del 98. La regeneración y la revisión política se convierten en necesidad acuciante. Lo que intento decir es, aludiendo ahora a esa irónica y un poco perversa frase de Hume (“No es extraño que me preocupe más mi dolor de muelas que la destrucción de la humanidad”), que la dimensión moral e individual del hombre, por su circunstancia (nada desdeñable) de hacer que el hombre “sea”, adopta la importancia que merece.
Los personajes que vagan errabundos por estas “novelas” (debe cogerse siempre este término con pinzas, incluso Unamuno decidió cambiar el nombre clásico y crear el suyo propio; las célebres Nivolas) resultan atractivos por muchas razones. Su vida casi ascética, su devoción contemplativa, cuando no religiosa, su afecto por el arte, por la filosofía, por la visión de la naturaleza, incluso por la ciencia. Son cosas que suenan anticuadas en la época en que nos movemos. Los constantes viajes, absurdos y sin objeto (considerando “objeto” como la consecución de un fin deliberado previamente, ya que la realización vital no es algo baladí, ni mucho menos), de Fernando Osorio o de Azorín (en esa patente autobiografía del prodigado en estos menesteres Antonio-Ruiz “Azorín”), nos transmiten con fascinante claridad los olores de un ambiente, el color de un ocaso o la textura del rocío matutino. Tienen la brillante capacidad de que nos identifiquemos con esa aciaga realidad que sufren los protagonistas.
Y entre todo este tumulto de desorientación vital, hastío, pasión amorosa reprimida... la filosofía subyace latente como la lava en la inminencia de una erupción. Una filosofía de fuerte carácter (en el fondo la filosofía no es más que una forma de afrontar la vida, y por ello el carácter que adopte ésta será el carácter de aquella), de corte pesimista, individualista y explícitamente shopenhaueriano. El título del libro de Azorín, La voluntad, no es sino un pequeño homenaje a ese inmortal filósofo alemán que dejo claro cuál era la condición primera del hombre, además de la causa primera de todas sus acciones; una voluntad (si es que este fenómeno admite nombre alguno) ciega y brutalmente animal, que nos incita a movernos con el único fin de nuestra supervivencia. Esto produce ese hombre nihilista, porque ciertamente no se encuentra valores, a no ser convencionales y absurdos, donde sólo existe el puro egoísmo (amparado en esas ansias de sobrevivir) y representación individual de una realidad. El mundo, además de nuestra voluntad, es la representación que de él tenemos. Representación tamizada por ese “velo de Maya”. El profundo “qué” del mundo nos está prohibido, más que prohibido, velado. Así que no cabe cualquier pretensión de universalidad, por no decir que los conatos cientificistas constituyen una auténtica insensatez. La ciencia, como diría Ortega, es una disciplina, una actividad que hacemos los hombres mientras vivimos. Es decir, precede un primario y vulgar “vivir” a toda acción del hombre, incluso a la noble tarea del filosofar. Es absurdo intentar explicar radicalmente el mundo a través de la ciencia. Lo que no le resta a ésta ni una pizca de su honorable condición. Pero dicha condición ha de ser necesariamente utilitaria y de análisis sosegado del mundo natural, lo que nos puede ser de mucha ayuda para saber más sobre esa nuestra “representación”, pero en ningún caso para llegar ni siquiera a ese “nóumeno” kantiano.
Con todo esto, tenemos en el 98 a unos protagonistas marcados inexorablemente por estas premisas filosóficas. El hecho de vivir se convierte en una satisfacción de necesidades primarias que fluctúan entre lo corporal y lo mental. Porque esa “voluntad” existente en todo ser vivo trasluce a golpes intempestivos. Se muestra sin prejuicios morales y se nos ofrece como un capricho divino. ¿Qué ha de hacer el pobre Osorio cuando, contemplando con atención un cuadro del Greco, siente esa pasión mística que le brota por la sangre? ¿No es ese un delirio de la voluntad? ¿No es eso algo que nace desde su más íntimo ser y que ha de ser necesariamente satisfecho? Porque la ética no es más que el deber con uno mismo. El deber puede ser una palabra horrorosa cuando se la pronuncia en sentido universal o social. Pero en este caso hablo de honestidad, de ser fiel a uno mismo. Y uno mismo es el conjunto de sus ideales. ¿Qué hay más lastimero que un ser humano hipócrita, sin autonomía moral y que tiene su actitud prefijada por una serie de repelentes preceptos morales? En este sentido los protagonistas del 98 son la excelencia. Esto ha sonado un poco ambiguo, porque con “protagonistas” puedo referirme a los escritores o a sus personajes. A estas alturas del texto mi querido lector ya habrá entendido que son lo mismo (ahora me viene a la cabeza, irremisiblemente esa audaz peripecia de Borges, por la cual el lector y el escritor se confunden. Todo lo escrito pudiera ser un desvarío o una noble ocurrencia de algún hado oscuro, escondido a los tiempos, y que se muestra en pequeñas dosis a través de las almas. Por ello, hablemos de ese lector/escritor). Esos perspicaces escritores/lectores/personajes no hacían otra cosa que escribirse al tiempo que escribían obras para el gran público. Ellos se escribían, dibujaban su rostro con tenues trazos negros. Eran honestos con su ser y esperaban con indiferencia ese motor que, al igual que llamamos vida, llamamos muerte.

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