LA
GENERACIÓN DEL 98
En los albores del
siglo XX
muchos autores, movidos por una miscelánea imponderable de pretextos
ideológicos y literarios, emprenden una escritura innovadora que trastoca el
modelo de novela que se había desarrollado hasta entonces. Es la escritura de
Baroja, Benavente, Valle-Inclán y otros muchos (no menos importantes por el
hecho de no ser nombrados) prevalece una concepción literaria vital, filosófica
y tremendamente subjetiva.
Un paradigma
elemental lo conforman los libros de don Pío. En El árbol de la ciencia nos topamos de golpe, sin esperarlo, con un
protagonista (Hurtado) atormentado y que busca desesperadamente una
satisfacción vital, algo que le mueva a ser, a seguir viviendo. Al final el
desgraciado decide suicidarse en medio de un huracán de sueños estéticos y
barullos filosóficos. Es este un ejemplo perfecto, aunque esa búsqueda de la
pasión mística por parte de Fernando Osorio en Camino de perfección no lo es menos. Estos libros que tratamos no
responden a los cánones de la “novela clásica”, si es que esta denominación es
legítima. En los textos de la Generación del 98 no seguimos una trama lineal,
con personajes estereotipados cuyas vidas se entrelazan y conforman un
argumento más o menos aceptable. Los dulces soñadores del 98 hacen un retrato
de sí. Con el pretexto de una novela y de un personaje literario supuestamente
ficticio trazan su rostro, lo exponen implícitamente para que el lector
entienda qué es el hastío de la vida, el insoportable tedio de la existencia.
Es una forma deliberada de dejar vía libre a la subjetividad del autor. Es más,
los libros son la subjetividad del autor. No son un entorno aparte, son el
autor. Con lo cual, la literatura acoge una revolución, creo, sin precedentes.
Amparados en las ideas individualistas y terráqueas (el sentido de la tierra,
del Superhombre en la tierra) de Nietzsche, cuya muerte adviene en pleno apogeo
del estallido del 98. La expresión
artística cobra una dimensión tan personal que ya no se trata de denunciar una
realidad injusta, de contar una historia separada de nuestra vida... el arte
literario deja atrás el cumplimiento de un procedimiento objetivo de creación,
se rebela contra esos principios ilustrados de objetividad. En pos de ello
adviene el ser humano en su sentido trágico, en su decurso vital. El fervor
religioso o la pasión amorosa importan más, por ser más inmediatos, que la
injusticia social o la corrupción política.
Con esto último no se
me debe malinterpretar. De hecho, una de los motivos más íntimos de los
escritores a que nos referimos es esa pena por una España en decadencia. Una
decadencia que encuentra su cenit en el desastre colonial del 98. La
regeneración y la revisión política se convierten en necesidad acuciante. Lo
que intento decir es, aludiendo ahora a esa irónica y un poco perversa frase de
Hume (“No es extraño que me preocupe más mi dolor de muelas que la destrucción
de la humanidad”), que la dimensión moral e individual del hombre, por su
circunstancia (nada desdeñable) de hacer que el hombre “sea”, adopta la
importancia que merece.
Los personajes que
vagan errabundos por estas “novelas” (debe cogerse siempre este término con
pinzas, incluso Unamuno decidió cambiar el nombre clásico y crear el suyo
propio; las célebres Nivolas)
resultan atractivos por muchas razones. Su vida casi ascética, su devoción
contemplativa, cuando no religiosa, su afecto por el arte, por la filosofía,
por la visión de la naturaleza, incluso por la ciencia. Son cosas que suenan
anticuadas en la época en que nos movemos. Los constantes viajes, absurdos y
sin objeto (considerando “objeto” como la consecución de un fin deliberado
previamente, ya que la realización vital no es algo baladí, ni mucho menos), de
Fernando Osorio o de Azorín (en esa patente autobiografía del prodigado en
estos menesteres Antonio-Ruiz “Azorín”), nos transmiten con fascinante claridad
los olores de un ambiente, el color de un ocaso o la textura del rocío
matutino. Tienen la brillante capacidad de que nos identifiquemos con esa
aciaga realidad que sufren los protagonistas.
Y entre todo este
tumulto de desorientación vital, hastío, pasión amorosa reprimida... la
filosofía subyace latente como la lava en la inminencia de una erupción. Una
filosofía de fuerte carácter (en el fondo la filosofía no es más que una forma
de afrontar la vida, y por ello el carácter que adopte ésta será el carácter de
aquella), de corte pesimista, individualista y explícitamente shopenhaueriano.
El título del libro de Azorín, La
voluntad, no es sino un pequeño homenaje a ese inmortal filósofo alemán que
dejo claro cuál era la condición primera del hombre, además de la causa primera
de todas sus acciones; una voluntad (si es que este fenómeno admite nombre
alguno) ciega y brutalmente animal, que nos incita a movernos con el único fin
de nuestra supervivencia. Esto produce ese hombre nihilista, porque ciertamente
no se encuentra valores, a no ser convencionales y absurdos, donde sólo existe
el puro egoísmo (amparado en esas ansias de sobrevivir) y representación
individual de una realidad. El mundo, además de nuestra voluntad, es la representación
que de él tenemos. Representación tamizada por ese “velo de Maya”. El profundo
“qué” del mundo nos está prohibido, más que prohibido, velado. Así que no cabe
cualquier pretensión de universalidad, por no decir que los conatos
cientificistas constituyen una auténtica insensatez. La ciencia, como diría
Ortega, es una disciplina, una actividad que hacemos los hombres mientras
vivimos. Es decir, precede un primario y vulgar “vivir” a toda acción del
hombre, incluso a la noble tarea del filosofar. Es absurdo intentar explicar
radicalmente el mundo a través de la ciencia. Lo que no le resta a ésta ni una
pizca de su honorable condición. Pero dicha condición ha de ser necesariamente
utilitaria y de análisis sosegado del mundo natural, lo que nos puede ser de
mucha ayuda para saber más sobre esa nuestra “representación”, pero en ningún
caso para llegar ni siquiera a ese “nóumeno” kantiano.
Con todo esto,
tenemos en el 98 a unos protagonistas marcados inexorablemente por estas
premisas filosóficas. El hecho de vivir se convierte en una satisfacción de
necesidades primarias que fluctúan entre lo corporal y lo mental. Porque esa
“voluntad” existente en todo ser vivo trasluce a golpes intempestivos. Se
muestra sin prejuicios morales y se nos ofrece como un capricho divino. ¿Qué ha
de hacer el pobre Osorio cuando, contemplando con atención un cuadro del Greco,
siente esa pasión mística que le brota por la sangre? ¿No es ese un delirio de
la voluntad? ¿No es eso algo que nace desde su más íntimo ser y que ha de ser
necesariamente satisfecho? Porque la ética no es más que el deber con uno
mismo. El deber puede ser una palabra horrorosa cuando se la pronuncia en
sentido universal o social. Pero en este caso hablo de honestidad, de ser fiel
a uno mismo. Y uno mismo es el conjunto de sus ideales. ¿Qué hay más lastimero
que un ser humano hipócrita, sin autonomía moral y que tiene su actitud
prefijada por una serie de repelentes preceptos morales? En este sentido los
protagonistas del 98 son la excelencia. Esto ha sonado un poco ambiguo, porque
con “protagonistas” puedo referirme a los escritores o a sus personajes. A
estas alturas del texto mi querido lector ya habrá entendido que son lo mismo
(ahora me viene a la cabeza, irremisiblemente esa audaz peripecia de Borges,
por la cual el lector y el escritor se confunden. Todo lo escrito pudiera ser
un desvarío o una noble ocurrencia de algún hado oscuro, escondido a los
tiempos, y que se muestra en pequeñas dosis a través de las almas. Por ello,
hablemos de ese lector/escritor). Esos perspicaces escritores/lectores/personajes
no hacían otra cosa que escribirse al tiempo que escribían obras para el gran
público. Ellos se escribían, dibujaban su rostro con tenues trazos negros. Eran
honestos con su ser y esperaban con indiferencia ese motor que, al igual que
llamamos vida, llamamos muerte.
Quina alegria llegir-te Pere!
ResponderEliminarJa tens un fan!
Toni.