lunes, 22 de abril de 2013


EN TORNO A JESÚS DE NAZARET
     El hecho de la existencia de Jesús de Nazaret, aún poniendo en tela de juicio tantos datos biográficos como se presten a debate, creo que es indudable.[1] Sobre la fiabilidad de las pruebas se podría hablar largamente, pero no es asunto que ahora nos incumba. Aceptando estas premisas, vamos a suponer, porque de hecho lo creemos (yo al menos lo creo), que Jesús de Nazaret existió. Al igual que supongo, dicho sea de paso, que Platón, Alejandro Magno, Carlos V o Schopenhauer existieron.
     Cuando se aborda el alambicado tema de “la búsqueda del Jesús histórico” se clama hasta llegar a la histeria una dosis imparcial de objetividad, un tratar el tema con el máximo rigor histórico. Esto, en el caso de Jesús, conlleva tratar su vida al margen de cualquier relación con la religión cristiana, porque se supone que ésta tiene una visión determinada y dogmática sobre su figura, y por ende todo cristiano la tendrá igualmente. Parecería una contradicción pedir objetividad, y al mismo tiempo observar el tema desde una postura dogmática. Yo creo que no es en absoluto contradictorio. ¿Cómo abordar la figura de Jesús sin tener en cuenta su aspecto religioso? De hecho si Jesús no hubiera pensado lo que pensó ni hubiera dicho lo que dijo, dudo que dos milenios después un servidor estuviera perdiendo el tiempo consternándose sobre su figura.
     Se tienen muchas reticencias con los evangelios canónicos porque su redacción implicó sin duda una visión subjetiva y por efecto teológica de la vida de Jesús. Mateo, Marcos, Lucas y Juan afirmaban con toda rotundidad que Jesús era el Hijo de Dios elegido y enviado para realizar la redención universal. Lo que ocurre es que esta hipótesis, la secundemos o no (dato que creo bastante baladí), es la que defendía el propio Jesús. Entre sus múltiples aforismos destacan sus sentencias sobre su origen divino, sobre su Padre todopoderoso. Es, dadas las circunstancias, necesario abordar el proceso del Jesús histórico desde esta base, que Jesús era el Hijo del Padre. Porque sin ello no se entiende nada. El comportamiento de Jesús no es nada sin este fundamento. Dicho esto, el ateo, el creyente, el agnóstico o el indeciso en estas lides divinas, todos han de hacer un esfuerzo intelectual e imaginar a un Jesús divino y redentor.
     Y ahora que hemos hecho referencia a ello, no nos escondamos. Afrontemos el tema, morboso y apasionante, de la estrecha (o ancha) diferencia entre un ateo y un creyente. Lo primero que hemos de decir es que vamos a hacerlo des del punto de vista del cristianismo, para no complicar más aún la cuestión. Digamos que hay dos rasgos sobre la persona de Jesús que creo marcan esa diferencia; el que fuera de naturaleza divina y el que resucitara. Porque todo lo demás puede derivarse de estas dos afirmaciones. En consecuencia, el ateo, en sentido estricto de la palabra y en relación a Jesús, es el que no cree en ello. Haciendo un pequeño paréntesis, considero que aquí nos encontramos con el gran error del cristianismo, a saber: pretender elevar a dogma estos hechos que no superan el mero mito o la leyenda. El cristianismo tendría más fuerza de persuasión si presentara estos hechos como metáforas de un poder divino, pero no como hechos indudables. De hecho la religión griega asumía en cierta manera el marcado carácter mitológico de sus divinidades y sus relatos mágicos La divinidad es un sentimiento fervorosamente subjetivo del ser humano en tanto ser individual. La pretensión de hacer de la divinidad carne, de llevar a Dios al mundo, es tan osada como irreverente. Osada por ilógica. Irreverente por menospreciar al ser humano. Porque el ser humano ya tiene a su Dios dentro de él mismo. Dejemos que lo busque y lo alimente. Pero el cristianismo nos quiere vender un Dios ya hecho, acabado, con su ideología moral de abnegación y humillación hacia uno mismo.
     A pesar de todo esto, la figura de Jesús me parece de las más interesantes y enigmáticas del mundo antiguo. En el caso de que fueran ciertas todas las historias que se cuentan de él (los milagros, las curaciones mágicas, los exorcismos, su magna resurrección, su posible naturaleza divina o sus poderes sobrehumanos) nuestra admiración por el tema estaría justificada. Pero es que no es menos enigmática, en el caso de que su leyenda no fuera cierta, la causa de tanta profecía en nombre de Dios, de tantos oráculos que aseguraban la llegada de un Mesías, de tanto fervor que (según las Escrituras, destapó Jesús por Palestina). Incluso el rey Herodes Antipas quiso ir a conocer al que describían como el Elegido, el Ungido (Cristo) por Dios. A mí, personalmente, me inquieta hasta términos indecibles el porqué de todo este “mundo mágico” que se creó en torno a su figura. No estamos hablando de un profeta alocado que lanza una revelación y queda en el olvido. La tradición cristiana nos muestra gran cantidad de profetas que hablaron claro sobre sus supuestas revelaciones divinas. Por ejemplo, la famosa profecía que dice:
 He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo,
y le pondrán por nombre Emmanuel…
Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres, no, la menor entre los principales clanes de Judá;
porque de ti saldrá un caudillo
que apacentará a mi pueblo Israel.
Aquí el profeta anuncia tres cosas: que tendrá lugar una concepción inmaculada, que el lugar será Belén de Judea, y que el recién nacido será “alguien especial”. Luego, según nos narran los cuatro evangelios (con evidente y reseñable parcialidad, ya que los evangelistas tenía el único objeto de glorificar la figura de Jesús en tanto divina y enviada por Dios, por tanto no tenían una visión imparcial), Jesús nació por obra del Espíritu Santo en María, supuestamente en la aldea de Belén, y llegó a ser un líder espiritual para lo que en aquellos tiempos era una secta cristiana dentro del judaísmo. Aquí tenemos que lo dicho por un profeta, es secundado siglos después por unos evangelistas. Insisto, si todo lo sobrenatural que se nos cuenta no ocurrió y es una gran mentira, ¿qué motivación llevaría a esos evangelistas (y a muchos otros) a preocuparse por redactar unos escritos, indagando en numerosas fuentes y luchando por su pronta difusión? ¿Qué tendría el mensaje cristiano, que hizo, siglo tras siglo, a una proliferación incontable de creyentes amparar y difundir unas ideas racionalmente discutibles?
     Toda esta historia comienza en el Génesis, que según la tradición es un libro de inspiración divina. Después de milenios, el mensaje no se ha perdido. De hecho el mensaje ha creado la religión más seguida de la historia. Desde la Tierra Prometida a Abraham, en un relato donde se mezcla leyenda e historicidad, hasta hoy. Porque al final no se trata de ser o no creyente. Considero que el encanto de todo esto es meditar la causa de por qué el alma humana es capaz de seguir con tanto entusiasmo una doctrina revelada, y difundirla siglo tras siglo hasta hacerla universal.


[1] Aún así, no es ilícito adoptar la postura radicalmente escéptica de que todo lo ocurrido antes de un “ahora”, que por tanto uno no ha visto, puede no haber ocurrido, por tanto no existe nada sino un presente. Ésta es una postura divertida sobre el concepto de “historia”, pero ahora, poniéndonos un poco prácticos (que no serios), hemos de aceptar como real todos los acontecimientos históricos de que tengamos alguna prueba fehaciente.

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