SOBRE LA RELIGIÓN
Y los que digan que
esto no les preocupa nada, o mienten o son unos estúpidos, unas almas de
corcho, unos desgraciados que no viven, porque vivir es anhelar la vida eterna…
MIGUEL
DE UNAMUNO.
En esta disertación me propongo
hablar de ese término tan difuso, debatido y problemático, que es nada y más y
nada menos que la “religión”. Y voy a hacerlo desde una doble perspectiva.
Primero ensayaré mi humilde visión sobre el tema. Luego haré una reivindicación
a nivel social y político.
Siempre es difícil hablar de
conceptos tan omnímodos. No sólo la historia del concepto “religión” se
extiende hasta cotas que ahora mismo mi mente no alcanza, sino que su dimensión
moral y abarcadora de tantas connotaciones sociales, políticas o filosóficas
dificulta un trato limpio con el término. Afrontando este duro reto, y no sin
cierta libertad premeditada, voy a exponer unos ligeros trazos de mi opinión al
respecto.
Entiendo la religión como una
dimensión moral. Pero no una dimensión cualquiera. Como su propio nombre
indica, la religión nos hace estar “re-ligados” a algo, nos hace estar
indisolublemente anclados a algo. A lo que nos re-liga es a nuestra
transcendencia. Por el mero hecho (que no es baladí, ni mucho menos) de saberse
existir, el hombre acepta la existencia de un hado, inaprensible a priori, que
no puede aprehender, que le excede. Dudo mucho que haya una sola persona que no
haya cavilado nunca su existir, preguntándose y consternándose acerca de la existencia
de un ente que haya podido, si no crear, al menos subyacer a todo “ser” humano.
Nótese que lo que estoy utilizando aquí por “transcendencia” es mucho más
sencillo que lo postulado tradicionalmente en la escuela filosófica. Giordano
Bruno negó la transcendencia divina, pero no me refiero a la transcendencia o
inmanencia de un Dios (tema muy sugerente a tratar). Me refiero con
transcendencia a algo cotidiano, casi trivial; al mundanal hecho de que todos
nos preguntamos alguna vez, unos más lúcidamente que otros, por un “porqué”
radical, una causa primera; algo que nos transciende.
Pues bien, la religión cumple ese
ámbito reflexivo del ser humano. El cristianismo nos vincula a un Dios
omnipotente y providencialista, y lo hace afirmando nuestra condición de
“pecadores”. La discusión reside en el nivel de humanización de ese Dios. Sin
duda, la idea de un alma universal que
se despliega por todas las almas individuales, y que no es ella sin ellas, y
que nos conforma hasta el punto de que somos más suyos que nuestros, no parece
descabellada. Al contrario, me parece muy oportuna y elegante. Ahora sí que
cabe resurgir a Bruno de sus cenizas; como ya he dicho, su idea de la
inmanencia divina es de lo mejor que ha producido el Cristianismo (obviando
ahora a San Agustín). No menciono el
Judaísmo ni la religión musulmana, que en este sentido monoteísta y
transcendente son similares al Cristianismo. Allá en el oriente no es menos
destacable el Budismo, doctrina mucho más naturalista, aunque comparte con el
Cristianismo ese carácter transcendente.
Lo que yo deseo es una mayor
amplitud de miras con la religión, es decir, no limitar su ámbito al carácter
divino o litúrgico, palabras demasiado cargadas de tradición peyorativa. Todos
somos, en cierto sentido, religiosos. El hacer de ese desprecio a la religión
un revulsivo social, o una virtud a nivel personal, me parece detestable. Una
falta de pensamiento crítico. Moviéndome ahora en sensaciones personales, digo
que detesto el típico ateo estúpido y engreído, tanto o más como el ministro
que pretende hacer de la religión un adoctrinamiento social.
Hilando con esto último, es
momento de hacer esa reivindicación antes referida. Más que una reivindicación,
una denuncia. No son pocas las voces que piden un estado laico, una separación
absoluta entre política y religión e incluso una disolución de las prácticas
religiosas en lugares públicos. Secundando todas esas ideas, que acaso me
satisfacen, quiero ir un poco más allá. Me propongo llegar al fondo de la
cuestión.[1]
Toda religión propone una
doctrina moral, encaminada a la vida de los individuos, con el fin de
mejorarlas y hacerlas éticamente buenas. Esto creo que es indiscutible y basta
de poca argumentación. Pero otra cosa que las religiones postulan es (y mucha
gente lo olvida) una cosmogonía y una visión del mundo. El Cristianismo, por
seguir con el mismo ejemplo, afirma que Dios es la causa primera y que lo que
había antes de él es incuestionable puesto que él es lo primero y lo último.
Además, de su providencia depende el resto de la humanidad de modo
determinista. En una palabra, para los cristianos somos marionetas de Dios
(caricaturizando un poco la cuestión) y nuestra conducta no responde a otras
motivaciones que al dictamen divino. La historia es una redención del carácter
pecador de todo lo humano, y el día del Juicio Final todo será devuelto al
señorío y la totalidad de Dios, que lo es todo y en todo está. Esto que acabo
de describir es una visión del mundo que abarca su origen, su decurso y su fin.
Pero es “una” particular y, por supuesto, cuestionable. Hay muchísimas
cosmologías. La ciencia la intenta desde un punto de vista puramente natural,
mientras que las religiones lo hacen apelando a lo divino o sobrenatural.
El error en que incurren la
mayoría de los Estados actuales es convertir esas cosmologías (el ejemplo más
claro es la religión musulmana, en menor medida el Cristianismo), que son
opcionales, en doctrinas inapelables para la educación. Los niños son seres
sorprendidos constantemente con el mundo y sus misterios. Tienen una capacidad
imaginativa sin límites y lo más importante; son flexibles en sus pensamientos.
Conforme avanza la edad se hacen (nos hacemos) menos imaginativos y más
dogmáticos. Pocas cosas hay tan miserables y crueles como negar a los niños esas
inquietudes. Porque la religión cristiana (ahora concreto) es una teoría del
cosmos, acabada y refrendada por dos mil años de historia, que solventa esas
preguntas de los niños. No digo que el Cristianismo sea una mala propuesta (eso
ni lo sé ni creo que sea importante), lo que denuncio es que se eche a perder
esa fuente de imaginación que son los niños, adoctrinándolos de manera
patética con las Sagradas Escrituras.
Eso ya tendrán tiempo de descubrirlo, cuando aclaren su pensamiento (si es que
eso se puede aclarar) y tengan la capacidad de elegir qué les conviene más en
su vida.
Por esta razón defiendo el estado
laico. La educación es la creación de nuestro destino. Si la enfocamos con una
pronta negación de lo que más nos inquieta, no nos queda más que dogmatismo y
extremismos religiosos.
[1] Podría decirse que voy a tratar
el tema de modo filosófico. Me
gustaría dejar claro lo que entiendo por filosofía, porque creo que no hay
término más ambiguo en el lenguaje castellano (si no en todo lenguaje
existente). Lo que entiendo por filosofía
es un saber radical. De forma rápida; cualquier tema puede tener distintos
análisis, desde el más puramente científico, hasta un análisis histórico, psicológico,
social o el que fuere. El análisis filosófico sería el que tiene una visión
obligadamente heterodoxa sobre el tema, es decir, lo coge a oscuras. Cuando
queremos filosofar, lo mejor es olvidarnos de todo lo que sabemos, porque
posiblemente lo que sepamos sea muy poco o esté muy poco claro. Como diría
Ortega, los saberes filosóficos, que son los fundamentales (con esto no digo ni
mejores ni peores, sino eso mismo, fundamentales en tanto que causas
radicales), están a la mano, y no hay que hacer excesivos esfuerzos de memoria
para obtenerlos.
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