martes, 29 de octubre de 2013

LAIA Y SU MUNDO

Y todas estas figuras descansaban, corrían, se creaban, flotaban, se reunían, y encima de todas ellas se mantenía continuamente algo débil, sin sustancia, pero a la vez existente, como un cristal fino o como hielo, como una piel transparente, una cáscara, un recipiente, un molde o una máscara de agua; y esa máscara sonreía, se trataba del rostro sonriente de Siddharta, el que Govinda rozaba con sus labios en aquel momento.
Herman Hesse, Siddharta.

PUEBLO Y HASTÍO
 Quizás aquello que con más fuerza anclaba a Laia a levantarse cada día con un mínimo de esperanza era conocer la identidad de su padre. Ya había intentado infinidad de veces sacar algo en claro de las difusas palabras de su madre, pero tales conatos habían sido vanos. Su relación comenzaba a ser complicada. Y no tanto por las mediocres notas que cada trimestre llevaba Laia del instituto, como por el mutuo desprecio que se intuía en lo más íntimo de sus almas:
-          El día en que conozca cuáles son mis verdaderas raíces tal vez tenga fuerzas para estudiar – decía Laia a su madre en un tono entre el respeto fingido y la desesperación.
-          Te he dicho mil veces que no eres hija de nadie.
Ante estas crípticas respuestas Laia sentía como su ser desfallecía. Desde que la inocente mirada de la mocedad había trocado en una pubertad consciente y de justificada rebeldía, su corazón gravitaba intranquilo por el mundo, y sus pensamientos vibraban de rabia al no comprender, por un lado, quién era ese ser enigmático con el epígrafe de “padre”, y por otro, la actitud sin sentido de su madre. Ambas mujeres, golpeadas por la inescrutable tragedia del destino, alcanzaban su más íntima (que no cómplice) relación sentadas, una enfrente de la otra, en unas sillas metálicas de una cocina grasienta y gris. Sus miradas, más de aversión que de comprensión, se cruzaban esporádicamente al tanteo de las preguntas y respuestas casi mecánicas. La madre siempre había sido taciturna y de sombrío carácter, lo cual era confirmado exteriormente por un físico escuálido, blanco como la nieve y con unos ojos que parecían no haber dejado nunca de llorar. El cariño que pudiera sentir hacia su hija tenía el fútil límite de la responsabilidad familiar, no siendo capaz de albergar hacia Laia otro sentimiento que no fuera el rencor o la impotencia. Aunque muchas veces se exhortaba a sí misma a evitarlo, se inclinaba a pensar que era una carga, un fallo de ese destino ¿azaroso? del que se considerada vil víctima. La vida doméstica de estas dos mujeres, en una casa aburrida de una ciudad sin importancia, es fácilmente calificable de tediosamente rutinaria. Pero no una rutina de la perseverancia o el progreso. Una rutina de la repetición, de la obligada cortesía, del deber y el remordimiento. Un eterno retorno del mismo aburrimiento de la vida, de la misma falta de asombro, aunque advertido de formas variadas y con sensaciones imperceptibles.
En la mirada de Laia se apreciaba fácilmente el rostro del desconocimiento, de la interrogación. La belleza física que pudiera tener veíase ensombrecida por una actitud melancólica, que expresaba la fuerza sin producto, el amor sin la cosa amada. El anonimato de su padre era algo que difícilmente podía llevar con holgura un talante como el suyo. Los pocos amigos que la habían visto sonreír en algún arranque de alegría o en alguna noche de ebriedad, podían dar cuenta del dulce brillo de sus ojos y de la esbelta figura en que se convertía su cuerpo cuando alzaba la cabeza y despega su oscura mirada del suelo. Aunque posteriormente se lamentara de su especial atractivo, sus tímidas observaciones ante los espejos le brindaban instantáneos momentos de satisfacción. A veces Laia pensaba que su destino y su carácter eran inapelables, y que aunque algún día conociera a su padre, no conseguiría borrar esa vital aflicción que la sacudía desde que alcanzó su conciencia. Verdad es que el azar es innegable. No obstante, el destino suele ser una incomprensible síntesis entre azar y voluntad. Inútil es intentar que todo se reduzca a voluntad, al igual que resulta estúpido pretender dejar nuestro ser en manos de las circunstancias.
En este juego de azar y voluntad se vio Laia encadenada un lento día de verano, uno de esos días que parecen iguales a todos los demás, con un sol de amarillo penetrante y un sopor que endurece los pensamientos. Caminaba por una calle ancha y de casitas bajas. Las tejas sonrosadas, las paredes rasgadas por el paso del tiempo,  las aceras irregulares y siempre sucias, eran cosas que ofrecían una imagen bastante genérica de un pueblo sin importancia y de gentes rencorosas y oscuras. A uno y a otro lado se escuchaban los susurros imperceptibles de esos habitantes gregarios y simplistas, que no ven en su pueblo otra cosa que un pequeño reducto donde ocurre todo lo ocurrente y donde se piensa todo lo pensable. Raro es que se acepte lo diferente, la heterodoxia, en tan inmovilistas aglomeraciones urbanas. Esto lo comprendía con bastante claridad Laia, más por experiencia personal que por lucidez intelectual. Siempre había notado que ella no debía haber nacido en ese pueblo tosco donde lo que se paga es la fama y no el éxito personal. Ella era una desterrada, quizás de alguna época remota. Le gustaría haber nacido en pleno siglo XIX, cuando la originalidad del cambio era elogiada y los hombres podían ganarse a sus mujeres con buenos poemas de amor.
Tales pensamientos albergaba Laia cuando fue llamada por una voz familiar. Era su amiga. Su más sincera amiga, en la que volcaba el amor carente en su madre y a la que solía acudir en sus momentos de desesperación. Se juntaron rápidamente y se dieron un abrazo con inevitable excitación. Hacía semanas que no se veían, desde que terminó el instituto. La amiga venía con una insólita sonrisa en la boca, de lo cual Laia se percató, y antes que ésta expresara su sorpresa aquella le contó la buena noticia. Había un festival de rock en Madrid. La amiga había podido conseguir dos entradas gracias a un familiar que trabajaba en la organización. A pesar de que ni mucho menos era un plan deseable para Laia, no pudo menos de aceptar la invitación. Para sus adentros pensaba, mientras fingía verdadera emoción, que estar unos días alejada de su madre, de la pesada rutina, no podía sentarle demasiado mal. La amiga se alegró ingenuamente. Laia sonrió más por la felicidad de su amiga que por el dichoso festival. Así que intercambiaron besos y abrazos, empujadas a la alegría por distintos motivos, acordaron preparar el viaje lo más rápido posible y, por supuesto, intentar escapar de la rutina local que incluso la amiga percibía.
El viaje no costó de preparar. Lo más duro que hubo de sufrir Laia fue la displicente mirada de su madre, que más por incomodar a su hija que por preocupación maternal, puso varias objeciones estúpidas a su partida.
-          Ve con mucho cuidado. Hay gente peligrosa por esos lugares en días de fiesta –dijo su madre.
-          Claro, mamá.
El día anterior a la marcha de Laia, ésta le preguntó a su madre si había acudido a algún festival semejante. Para su sorpresa, no recibió las típicas muecas de indiferencia o de cansancio. Su madre pareció atender más de lo normal a la pregunta. Estaban en la cocina grasienta, oscurecida por la plenitud de la noche. Tan sólo una tenue bombilla colgaba del techo e iluminaba el centro de la estancia, donde estaban las dos mujeres. Las paredes, blancas y de teselas rotas en su mayoría, restaban en misteriosa penumbra. El destino, esta vez, se puso de parte de la situación, configurándose en expresión más o menos fiel de lo que se sentía sobre esa mesa de trágico metal, atormentada de platos recién usados y algún figurín innecesario. La mirada de Laia era de expresiva duda. La de su madre era de un color agrio. Ambas no se entendían. La madre dijo que sí que había acudido a algún que otro festival:
-          Sí, una vez fui a Barcelona, pero no me gustó la experiencia.
Ahí terminó la conversación.
Durante la noche se puso en marcha la preparación del viaje. La madre, como cabría esperar, puso poco empeño en ayudar a Laia con tanto trajín, idas y venidas de una habitación a otra. Ropa gruesa, un poco de dinero y un libro de aventuras componían lo esencial en la maleta de Laia. En sus manos arrastraba con violencia los trastos, mientras su mirada reflejaba los más inescrutables sentimientos. La desesperación, el olvido, la dignidad, la amistad, la familia, la autocomplacencia truncada… eran cosas complejas de conjugar entre gritos de angustia de una madre que ahora fingía la típica actitud de quien pierde a su hija de vista durante una semana. Laia intentó no hacer demasiado caso. Su madre la seguía de un lado a otro; de tal grado era la emoción que todo aquello le producía. Al día siguiente se levantaron temprano, con la fría brisa de la mañana rozando las paredes de la casa. El frío se le metió a Laia hasta los huesos. Saltó de la cama y fue a desayunar rápidamente. Su madre ya estaba allí. Un beso forzado, gestos de cortesía, alguna lágrima fugaz. Pero sobre todo la sensación, en la mente de la madre, de algo que se repetía. En su hija se vio a sí misma muchos años atrás, abandonando una casa sucia de un pueblo absurdo. Apretó muy fuerte la mano de Laia, como intentado que se quedara. Esto sólo acrecentó el apresuramiento de quien busca la excusa de abandonar la rutina mediante un duelo al destino. Al fin y al cabo es lo que se suele hacer. Retamos al destino con cada decisión, ya sea banal o de verdadera transcendencia. La voluntad de Laia era esa; un reto lleno de furia.

LA PROFANACIÓN
Laia y Clara (que así se llamaba su amiga) cogieron un viejo tren de cercanías en dirección a Madrid. El viaje fue tan corto que no les dio tiempo ni a conciliar ese dulce sueño que conceden los trenes, con el mundo pasando a través de una ventana. Tan sólo intercambiaron algunas palabras de falsa emoción, en el caso de Laia, y de real excitación, en el de su amiga. Después de varias paradas el tren se detuvo en la estación. La joven pareja se adentró en la capital en busca de los campamentos donde se celebraba el festival. Despliegue de urbanidad, miradas impersonales por las calles, semáforos interminables, altos edificios; todo ello causó, más a Laia que a Clara, la natural impresión de quien procede del campo y la serenidad rural. Laia sufrió su primera desilusión. Donde pensaba encontrar esa alternativa a la aburrida rutina de su pueblo, sólo encontró sombras y más sombras de gente extraña y de un espacio tumultuoso. Pronto empezó a intuir que lo que se le antojaba una expectativa de cambio, lo era efectivamente, pero cambio hacia lo indeseado, hacia el peligro de lo desconocido. En ese mismo instante el recuerdo de su pueblo, de su casa y de su madre, no le repelían con tanta fuerza. Más bien, en tímidas ocasiones que hipócritamente quería esquivar, se veía tentada a añorar su procedencia, como lugar donde el amparo y la protección, aunque grotescos, estaban asegurados.
No tardaron demasiado en llegar a los campamentos. Un vasto descampado de tierra y arena, repleto de innumerables tiendas de campaña donde Laia entreveía, sin tener la intención de participar en ellos, los placeres de la juventud; lo místico de la ebriedad y lo fugaz de la voluptuosidad. Entretanto, Clara miraba con naturalidad a su alrededor. No le  resultaba a Laia difícil ver en ella y su amiga dos modelos diferentes de actitud ante la vida. Por un lado, la reflexión, a veces excesiva, de sí misma, que rompía todas las fruiciones a base de un deliberado análisis previo. Por otro, el vivir desenfadado de Clara, de una superficialidad que en pocas ocasiones llegaba a molestar a Laia, pero que tenía la misteriosa ventaja de componer un disfrute continuo, inalterable y monótono de la vida. Difícil es descubrir otro modo de vida que difiera de estos dos. Y más difícil todavía discernir entre cuál sea mejor, o cuál más adecuado, si se prefiere la expresión. El primero limita bastante el instante, hasta, en sus extremos, hacerlo desaparecer. Anhela lo eterno y siempre se hunde en un mar inconmensurable de pensamientos sobre el pasado y el futuro. Tiene la ventaja de su hondo espiritualismo, de su deleite en el arte y la filosofía. El segundo es intrépido, atrevido, frívolo y muy sugerente, inevitable para el común de los mortales. Sus defectos, que acaso son muchos, no son siquiera intuidos por quienes los padecen, puesto que no son capaces éstos de salir de su irreflexivo caparazón. Quizás la vida consista en una elección constante entre dichos dos modelos.
Llegó la noche. Las chicas estaban ya instaladas; anclada su tienda a la dura tierra y toscamente organizados los bultos en su interior. Mientras cenaban se regocijaban con el primer concierto, el más esperado, de su banda favorita. Laia asentía a todos los aspavientos de Clara, admirando sinceramente su alegría:
-          ¡Nos pondremos en primera fila! ¿Te parece, Laia? – decía con vehemencia su amiga.
A todo ello contestaba lacónicamente Laia:
-          Claro. Sí.
No obstante, algo se despertó en Laia ante cierto comentario de Clara. Algún resorte de su inconsciente, algún pensamiento olvidado se rebeló súbitamente después de que su amiga dijera:
-          ¡A ver si encontramos a algunos chicos con quienes emborracharnos y pasar la noche!
Laia no entendió, o no quiso entender, lo de “pasar la noche”. Pero en su fuero interno ya rumiaba los más hondos pensamientos. ¿Qué pretendía Clara esa noche? ¿Cómo se había tomado ese viaje? Ella sólo quería abandonar esa burda, insoportable rutina de su pueblo. Nada más. Nunca le había gustado beber, ni excederse en banalidades los días de fiesta, ni mucho menos tener relaciones, cualesquiera tipo que fueran, con los hombres. Parecíanle éstos los seres más miserables y estúpidos de la tierra; no saben escuchar, suelen ser histriónicos y miran con indiferencia el arte o la belleza interior. Ante la ambigüedad de las palabras de Clara, Laia decidió hacer caso omiso del comentario. No obstante, después de oír el siguiente comentario supo exactamente cuáles eran las lascivas intenciones de su amiga, y ya empezó a enrojecérsele la cara y notársele el nerviosismo de una joven neófita en estos temas que discurren entre la sensualidad y la lujuria:
-          Estoy segura de que te quedaras con el más guapo. Siempre te llevas las miradas de todos los hombres, ¡no sé cómo te lo arreglas!
Laia notaba cómo le temblaban las piernas y un sudor imperceptible bajaba por su frente. Su amiga la estaba poniendo muy nerviosa con sus atolondradas palabras. Tímidamente, y sin quererlo, se recordó a ella misma mirándose en el espejo de su baño. Recordó cómo se quitaba la ropa muy poco a poco, disfrutando de cada prenda que caía vergonzosa al suelo y dejaba al desnudo alguna parte de su cuerpo. Al final, éste quedaba níveo y límpido ante el cristal ennegrecido de su casa, y en ese vidrio añoso y mugriento se reflejaba la figura más bella de todas las que habitan la tierra; esbelta, de estatura mediana y de una ternura y docilidad que inspiraban más compasión que éxtasis sexual. O al menos así se lo parecía a Laia. Nunca había tomado su cuerpo como lo tomaban los demás; hombres y mujeres. En lugar de recrearse en su belleza indiscutible, era precisamente esta característica la que la hacía recatarse y tener miedo a que la profanaran, a envilecer su valiosa alma con el contacto masculino o con la ostentación premeditada.
Todo esto pasó por su mente en unos pocos segundos, durante los cuales permaneció absorta y toda la tienda se sumió en una larga sombra. Al cabo de sus evocaciones, se vio a su amiga casi encima de ella, tomándola de la espalda en un gesto amistoso. Laia, arrepintiéndose después, la apartó agriamente. Clara enmudeció y se hizo atrás; sabía del carácter especial de Laia, pero aquello le pareció un poco excesivo. Pronto Laia le pidió disculpas y le dijo que se había mareado un poco por el calor, a lo que Clara asintió afablemente.
-          Bueno, pues salgamos de aquí, que yo también estoy harta de este calor.
El escenario era una amplia carpa colocada en el centro del descampado. Nada más salir de sus tiendas, las dos amigas vieron los alrededores de la carpa abarrotados de jóvenes, los más de ellos colmados en la más exagerada embriaguez. Saltaban, gritaban, cantaban las canciones que después escucharían en directo, y se movían de aquí para allá provocando un alboroto que a Laia le pareció lo más parecido al infierno. Algunas parejas se besaban apasionadamente, echados en cualquier punto del recinto, se tocaban mutuamente y se lamían la piel entre golpes de sangría y caladas de hachís. Laia estaba al borde del colapso. Su amiga lo notó. Pero no pudo atenderla; tan ensimismada estaba en ese mismo espectáculo que a su amiga le había resultado horrendo.
El primer concierto acabó, y Laia se complació de por fin poder dejar de ser empujada y mojada con la bebida de los demás. Más de uno, entre los arrebatos de la música y el alcohol, le había proferido algunas palabras que ella no pudo oír muy bien. Estaba casi completamente mojada, y entre la fina camisa se advertía cada ondulación de su cuerpo. Ella se volvió a recordar en el baño, y ante el horror de la profanación despidió con descortesía a sus repentinos pretendientes. Todo esto lo iba recordando mientras salía acompañada de Clara. Laia notaba las miradas de los hombres que la acechaban con codicia, y moría de vergüenza y desesperación. Clara, al contrario, con todos conversaba e intercambiaba cómplices palabras que posiblemente hubieran encendido a Laia. Uno de los hombres que se acercaron las invitó a su tienda. Laia miró a su amiga en tono de súplica, pero ésta había bebido demasiado. No se daba cuenta del azoramiento de su amiga, y estaba demasiado excitada para decir que no. Al final accedieron, y conforme se acercaban a su nueva tienda, que muy probablemente lo fuera para toda la noche, Laia se maldijo una y otra vez por no haber dejado a su amiga sola y haberse ido a dormir.
Una vez en la tienda de esos extraños, las dos amigas fueron invitadas a beber. Clara accedió al instante. A Laia le costó más, pero al final acabó bastante borracha. Los cuatro entablaron conversación con facilidad. Pronto quedó claro que la cosa iba de parejas; Laia, como cabía esperar, se quedó con el más atractivo. Un joven rubio de mirada inteligente y conversación amena, que a Laia sorprendió gratamente. No obstante, la idea de la profanación volvía una y otra vez a su mente, tanto que repetidas veces hacía muecas de turbación que extrañaban mucho a su acompañante. La conversación no tardó en enardecerse. Hasta ese punto en que las miradas son llamas de fuego y el tacto es puro éxtasis. Laia, más que el chico, estaba encendida de pasión, y disfrutaba lujuriosamente del hecho de que su cuerpo incorregible se envileciera a cada roce con su amante. Sin casi darse cuenta, y seguramente con algún somnífero que el chico camufló en una pastilla de LSD, Laia se vio en un coche saliendo de Madrid. Todo se oscureció desde entonces. Cada acontecimiento sucesivo eran aciagas sombras en el imaginario perturbado de Laia.
Un coche siniestro vagando por las ensombrecidas callejuelas de Madrid. Convenía alejarse de las multitudes que en esos momentos abarrotaban los pubs o completaban los macro-botellones. Dentro, en los asientos traseros, Laia seguía sumergida en profundo sueño. Oscuridad; es la palabra más próxima a lo que sintiera Laia pasado un tiempo después de esa trágica noche. Todo fue oscuro; la tienda donde se embriagó y donde la drogaron, los pensamientos que su mente rondaba en la tienda, la actitud de su amante, los fantasmas de la profanación… luego el coche (casi fúnebre) del que sólo tuvo percepción al bajarse y verse sumergida en un piso bajo de una calle inhóspita. Fue un momento de su vida en que se quebró el esquema diario de su existencia. Laia había leído antes del viaje una novela de Hesse, Demian, que le dejó una imborrable sensación. Como Sinclair sentía durante los primeros años de su niñez, Laia topábase de repente con el mundo de las tinieblas, de lo corrupto, de los espectros demoníacos. Su experiencia en el pueblo, que había compuesto el retrato de su vida, era el paradigma de la luz, del orden, de la claridad de acción y pensamiento. Aunque turbada psicológicamente, en el pueblo todo era previsible, todo era diáfano. Incluso los momentos de rencor familiar, que pudieran considerarse oscuros, pertenecientes al otro mundo, Laia los percibía con templanza por lo que tenían de previsibles i rutinarios. En el pueblo hasta lo imprevisible entraba dentro de las posibilidades. Era un entorno vital conocido incluso en sus extravagancias. Todo respondía a un mismo círculo dramático, donde cada tarde era igual, sino a la anterior, sí a la de días pasados, y el día y la noche, en su eterno enfrentamiento, no eran símbolos más que de la vigilia o el sueño. En el pueblo todo volvía; las fiestas, los amores, las disputas, el trabajo doméstico, una tarde de amistades… todo se repetía y daba a la vida un regusto agrio y de imperceptible sinsentido. Laia intuía faliblemente, por la escasa información que su madre le daba, que su padre habría abandonado a su familia al momento de nacer ella. Este hecho, a priori excepcional e irrepetible, no era para Laia sino un ingrediente más que dilataba el eterno, tedioso y camaleónico círculo de la vida. Aunque pareciera imposible la repetición de ese abandono, de esa traición familiar, Laia estaba misteriosamente convencida de lo vulgar del acontecimiento. En algún recodo inasible de su alma tenía la convicción de que ello volvería a ocurrir en el futuro, si es que no había ocurrido infinitas veces ya.
-          ¡Vaya cuerpo! Estos son los que se pagan bien. Buen trabajo, chicos.
A estas palabras, pronunciadas por una voz que acusaba sometimiento y crueldad, contestó otra muy familiar al oído de Laia:
-          Ha caído, jefe. Ha sido de las más fáciles en los últimos meses.
Laia iba comprendiendo poco a poco, al tiempo que sus ojos se acostumbraban a una sala húmeda, iluminada por la tímida luz de un quinqué colocado en una mesita. La luz anaranjada de la lámpara reflejaba el humo de su agresor, sentado en una esquina, fumando serenamente. Era un espacio rectangular de piedras irregulares y antiguas, quizás un refugio de la Guerra Civil. Había tres hombres; el conocido por Laia, su acompañante y el jefe. Laia tenía la boca tapada con un pañuelo, y permanecía maniatada a una silla, como si su cuerpo frágil pudiera ofrecer alguna opción de fuga. Ella no quería aceptar lo que ocurría, pero no tuvo más remedio que hacerlo para poder atender a ese agazapado “jefe”, que ahora salía de las sombras y se dirigía a ella:
-          Vaya… una belleza exótica.
El estado mental de Laia sólo admitía el silencio. El acosador, de barba negra y viril, ya le acechaba la cara y le hablaba al oído. Toda ella era impotencia y voluntaria negación de una realidad que ya tenía literalmente en su propia carne.
-          Si eres tan estrecha con los clientes habremos de adoptar medidas­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­­ – dijo con voz seca y convencida.
Los otros dos, como ajenos a esa realidad que Laia aún no era capaz de aceptar, fumaban y reían jovialmente. Sin inmutarse. Con la actitud de quien está acostumbrado a usurpar cuerpos. Con la mísera sonrisa de quien vende lo más íntimo del hombre, el clímax de su amor recíproco. Al final Laia hubo de hablar, más por instinto que por decisión. Y de su boca sólo podía salir lo que su imaginación inventaba, lo que su reflexión admitía:
-          Vendéis lo que une por lo que separa. Vendéis lo que satisface por lo que aborrece el alma. Dais lo que es por sí mismo, lo que embellece el mundo y lo alegra, a cambio de aquello que es para algo, que a más número más envilece; el sexo es mío, reste para vosotros todo el dinero que podáis sacar de mi cuerpo.

EL RUISEÑOR ESQUIVO
Cuando Clara despertó en su tienda y no vio a nadie a su lado se alegró. Ello significaba que la noche había sido afortunada para Laia y que en poco tiempo volvería triunfante por la dura tierra de los campamentos. Pero conforme pasaban las horas y su amiga no volvía, Clara no pudo menos que preocuparse y llamarla; sonó el típico contestador. Eran cerca de las tres de la tarde. No era propio de Laia tal retraso, si es que lo era su repentino escarceo con aquel extraño.
Un tímido arrepentimiento asomó al pensamiento de Clara. Tal vez no eran necesarias aquellas pastillas de ácido, que en su caso la activaron peculiarmente, pero en el de Laia la sumieron en un sueño insólito. Se revolvió el cerebro intentando recordar, pero sólo percibía difusas imágenes de cuerpos danzantes, desdibujados en un retrato dionisíaco de sexo y plenitud. Para ella la experiencia fue de lo más espiritual; se vio a sí misma en un edén de luz y animales grotescos aquí y allá. Por todos lados salía el agua a borbotones y se mezclaba con luces multicolor. Un dragón se le acercaba para morderle, pero al intentar esquivarle se convertía en un suave cachorro de cara lasciva que le lamía todo el cuerpo. A veces un abismo se abría bajo sus pies, pero enigmáticos demonios pertrechaban alguna red para salvarla. Muy al fondo de estos falibles recuerdos, intuía algo un poco atroz, aunque sólo en apariencia; dos de esos demonios se esforzaban en cazar un ruiseñor. Él volaba y se apartaba, pero al tiempo se hacía el interesante hasta caer rendido en las manos de sus raptores. Creía que lo envenenaron de algún modo. El resto todo era vitalidad y degradada naturaleza; montes claros que de repente se sumergían en un mar verdísimo, aves que se metamorfoseaban en indecibles seres, plantas que se convertían en castillos de fuego… sólo ese ruiseñor enclaustrado rompía aquella belleza caótica, por lo que tenía de opresión o sometimiento. Los demonios engañaron al ruiseñor y eso a Clara no le gustó, aunque en aquel momento su mente sólo podía deleitarse con aquel mundo fantástico de colores que nunca había visto, y con emociones que ni siquiera había rozado.
El calor colapsaba la mente de Clara, que sudaba inquieta en esa tienda de plástico bañada por el sol. No era capaz de extraer ningún dato verídico de esos recuerdos tan placenteros. Aquel ruiseñor se le antojaba anecdótico; un punto excepcional de un paraíso ingente.
Salió de la tienda y se paseó por todo el recinto. Fue a la improvisada recepción, donde la atendieron de una forma tan indiferente que llegó a indignar su simplista visión que tenía del concierto y de la sociedad en general. Salió de la zona de tiendas y se alejó un poco. El rumor de coches y viandantes despistados le absorbió la mente y casi se desmaya en plena calle. Preguntó en bares, en pubs que pudiera haber visitado Laia… pero pronto descubrió lo vano de sus intenciones. Tirado en el suelo, quemándose bajo el sol, encontró el móvil de su amiga.
Estaba a punto de explotar. El calor era insufrible. A lo lejos, en las tiendas, se percibía el juvenil griterío que acompañó a todos esos días. Las multitudes se agolpaban para conseguir un buen sitio. Por lo demás, el mismo retrato de siempre; parejas besándose por los rincones, otras no tan recatadas, borrachos cantando cánticos indescifrables, grupos espontáneamente arremolinados sobre un poco de hierba, y el humo que se revuelve tácito por el éter. En alguna esquina algún exceso canta su agonía dramática. Estaba a punto de comenzar otro de los conciertos. Clara vaciló conscientemente. Aún le quedaba un poco de hierba. Decidió hacerse el último y, luego, buscar a Laia.
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En el pueblo, como siempre, permanecía latente el rumor de lo cotidiano. El ambiente, el olor, los sonidos de las casas viejas que traquetean en la noche, los pájaros que anuncian el alba, la lluvia que golpea los cristales, todo se arremolina mansamente sobre un sentimiento de fatiga que va latiendo y emergiendo, en perpetua fuga de quien lo intuye. Otra vez la casa sin nombre de un pueblo intrascendente. Y la cocina grasienta de sabor metálico. Un hecho altera la cotidianidad. Algo trastoca la burda percepción de la madre de Laia; la ausencia de su hija. Sentada sobre la misma silla de siempre, piensa en su hija y en los últimos acontecimientos; el viaje a Madrid, las discusiones previas, el padre omnisciente, pero invisible, de Laia. Piensa en su martirio diario, en su justificada ansia por conocer a quien, aunque a la fuerza, la trajo al mundo. Ahora comprendía que debía afrontar la violación rasgando lo que había tenido de tabú.
Miró por la ventana. Observó trastornada la tarde aparentemente típica, con ese color agrio de las tardes, y ese sabor grisáceo de las calles y los coches. El patio parecía diferente, como ajeno a la actualidad, como remoto. Algo había de cambiar. A su vuelta, le diría a Laia que su venida al mundo era indeseada, y que por ello le tenía una especie de rencor incesante.
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Después de ese pequeño discurso, un tanto premeditado, Laia se quedó mirando fijamente a la pared oscurecida. Los agresores parecieron afectarse, pero al momento volvieron en sí y entablaron una mirada cómplice. El jefe se hizo a un lado. Los otros dos desataron a Laia, que volvía a temblar, y empezaron a desnudarla.
Otra vez la profanación nubló la mente de Laia. Tirada y obstaculizada en una cama sucia, observaba cómo su cuerpo, esta vez de forma menos cómplice, era usurpado. Sintió cada prenda que caía al suelo, cada pedazo de ropa que rozaba su piel y se alejaba inexorable, y las manos, frías, maquinales, de quienes ya sonreían con crueldad, sabiendo que ya tenían un cuerpo más para su vil empresa. Porque eso es lo que tenían, nada más y nada menos; el cuerpo precioso de Laia. Su mente no la tenían. Ni la tendrían. Laia se hizo extremadamente fuerte de repente, ya no temblaba. Mientras la penetraban con excitación, su alma pudo originar un pensamiento terrible: “Todo lo que sucede, sucede por algo. Yo no sería yo sin este hecho, hasta el punto de que es inimaginable, en estos instantes, pensar un “yo” sin la realidad de la violación. Inútil es oponernos a la realidad. Hemos de estar a la altura de la realidad”.
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Mientras, Clara adormecía golpeada por su particular viaje de maría. Ni podía imaginar, obviamente, el destino atroz de Laia. Aquella, realmente, no conocía a su amiga. Sólo conocía una máscara, con buenas maneras, pero al fin y al cabo una máscara. Clara nunca penetraría en el mundo de Laia. Y ello no implica que su amistad no fuera sincera o sentida. Era sincera, y era sentida. Pero Laia había llegado, gracias en parte a las circunstancias de su vida, como el plantearse diariamente quién era su padre y el porqué de la actitud de su madre, a un estado de consciencia, de auto-consciencia, demasiado profundo para Clara. Dígase “profundo”, mejor que “elevado”, porque la grandeza intelectual no está en la perfección de conocimientos o en la abundancia de ellos, sino en el nivel de conocimiento que tengamos de nuestro ser.
Su ser, Laia, aspiraba al menos a entreverlo entre espesas y conceptuosas tinieblas.
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El turno de los dos violadores acabó. Ahora era el líder, el proxeneta más buscado del país, quien se acercaba a saborear su nueva adquisición. Laia permanecía tumbada, toda nívea sobre el viejo colchón ajado por el tiempo, como la flor de loto que emerge del pantano. Su cuerpo, ingenuo de los pensamientos (más intuitivos que certeros) de su mente, se notaba un tanto trémulo por la tempestad recientemente sufrida. La estancia, como ajena al tiempo y sus estrepitosas veleidades, seguía con su tono anaranjado y su sabor casi mortífero. En el ambiente se respiraba crueldad, asco, sexualidad pervertida… y en los rostros de los violadores estaba la fuente de todo ese aroma. Laia miró a su raptor y captó una agria mueca de satisfacción.
De pronto, cuando se acercaba a las temblorosas piernas de Laia, un halo de oscuridad cubrió su semblante. Su piel palideció tanto que Laia pudo darse cuenta a pesar de la poca luz que había. El hombre se apartó violentamente y cayó al suelo. Su mente no pudo soportar la visión, que le retrotraía a muchísimos años atrás y le ensombrecía, aún más si cabe, su dilatado historial criminal.
Laia tenía un lunar en el muslo derecho, cerca de la ingle, en el preciso lugar en el que lo tenía su madre. Ésta pudo haber quedado como una víctima más, despreciable y anecdótica, del ingente número que componía la suma de crueldades del padre de su hija. Pero su caso fue excepcional; el proxeneta la violó después de tantearla varias veces sin éxito, y su imagen, la imagen de la única persona a la que había amado, aunque fuera por unas semanas, se le quedó latente en el corazón. Sólo hizo falta esa repetición, ese trágico lunar, para abrir el resorte que escondía su recuerdo.
Ante la posibilidad de haber violado a su hija, Antonio Suárez no pudo soportar la excitación de la escena y mandó que la soltaran. No dijo nada, ni a sus acólitos ni por supuesto a Laia, a su hija, que una vez en libertad comprendió el valor de esa intuición que tuvo en plena violación.
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La banda de proxenetas se disolvió por falta de una cabeza imperante. Suárez salió del país e intentó olvidar, vanamente, su anterior vida. El recuerdo persistente, las atrocidades, el lunar… eran imágenes demasiado potentes, y que convivieron con él hasta que decidió colgarse en una casa de campo en las llanuras de Texas.
Laia denunció el caso, y gracias a ese refugio de las afueras de Madrid la policía pudo capturar a algunos integrantes de la banda. Clara acogió con infantil actitud lo sucedido; no dejó de llorar en una semana, y se martirizaba casi maquinalmente en presencia de Laia. Ésta no le dio muchas vueltas a lo que pudo o no pudo hacer su amiga. Se tomó la violación con un estoicismo a veces exasperante para la comprensión de Clara.
A su llegada al pueblo, la madre de Laia estuvo a punto, varias veces, de decir la verdad a su hija. Pero no lo hizo. Tal vez el miedo al cambio influyó. Estaban las dos demasiado acostumbradas a esa vida de rencor ensombrecida por el enigma del padre. Así, de forma tan fría y silenciosa, se restituyó la vida de estas personas. Clara continuó desarrollando su carácter de rebaño, de inconsciencia, de simplicidad… siguió fumando hierba sin saber qué fumaba ni para qué, siguió yendo a conciertos donde tomaba esas pastillas que los vendedores llamaban ácido, y que ella aceptaba con la más simple de las autocomplacencias, siguió, en fin, viendo en Laia ese cuerpo perfecto que ella nunca tendría y esa mente un poco extraña que a veces la sorprendía.
Laia se refugió en su mundo como una tortuga lo hace con su caparazón, más segura que nunca de sus ideas. No sabía cuál era la realidad, pero, de todos modos, pensaba que la realidad era lo que ocurría y que nada más era la realidad. Pasado un tiempo descubrió a Nietzsche y empezó a leer sus libros con furor. Allí leyó cosas antes intuidas, y que ahora se le presentaban con la convicción de que no era la única en el mundo que había albergado tan intempestivos pensamientos.

Una tarde, mientras leía el Zaratustra arrinconada en el balcón, alzó un momento los ojos y vio a su madre tumbada en el sofá. Al fondo, la cocina, siempre grasienta, siempre gris. Y en torno, la casa, la casa de siempre con su aire, su aroma, su tacto, su algo inefable. Bajo el balcón, hileras de casas viejas y típicas, y las nubes un poco cargadas de inminente lluvia, y la gente que pasa con paraguas y saludan y sonríen trágicamente. Lo mismo, siempre lo mismo; el mundo, el pueblo, Laia.

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