domingo, 3 de noviembre de 2013

EL SUBJETIVISMO EN EL ARTE
Me gustaría hablar en las líneas que siguen sobre arte. No me atrevo a ofrecer una opinión sobre qué sea el arte, y menos aún a definirlo en cuatro palabras vacías. Siempre seré reacio a las definiciones cortas que, a mi parecer, realizan la misma función que la religión para algunos; apagar la duda con interpretaciones reduccionistas que no amplían el conocimiento sino que lo simplifican. Muchos han intentado, con mayor o menor fortuna, decir algo honesto sobre el arte, y verdaderamente algunas teorías son muy acercadas a resolver el misterio, pero aun éstas últimas son insuficientes. Al fin y al cabo el arte es una de esas cosas cuyo desvelo de su incógnita, cuya comprensión minuciosa de todo su significado, sería fatal para la humanidad. ¿Cómo nos sentiríamos si, de repente, comprendiéramos a la perfección qué es el arte y cuáles son sus entresijos, si viéramos en claro y no simbólicamente qué quiso decirnos Da Vinci con su Gioconda o Miguel Ángel con su Moisés? Sería tan fatal como descubrir el porqué de la filosofía o la belleza de la historia. Sinceramente prefiero que esos misterios permanezcan velados o como mucho se muestren simbólicamente.
Moisés (1509), de Miguel Ángel. Iglesia de San Pietro in Vincoli (Roma).
Sin pretender, por tanto, ofrecer una versión dogmática o simplificadora del arte, sí que abordaré un aspecto que me es muy sugerente: el tremendo subjetivismo que hay en toda manifestación artística. Creo que todo estudio estético sobre el concepto de arte debería tener en cuenta este hecho; no es posible el arte, o al menos el buen arte, sin que haya un sujeto que vierta sus impresiones, sus sentimientos, y por tanto que subjetivice la obra que produce. En los últimos días he tenido ocasión de pensar en esto por varios contactos con distintos campos de dicho fenómeno. Empecemos por el cine, por ejemplo. La vida de Brian, del grupo de comediantes Monty Python, ofrece una determinada versión de Jesús de Nazaret. Y no es ni más ni menos válida que cualquier otra, sino que es una interpretación subjetiva de un determinado sujeto. Si entendemos a Brian como un correlato de Jesús (algunas voces dicen que no pusieron al mismo Jesús como protagonista para esquivar la censura o la crítica), estos comediantes ven en el insigne Mesías no un guía dogmático y pescador de hombres, como nos muestran los evangelios, sino un libertario que animaba a las gentes, precisamente, a evitar cualquier dogmatismo, cualquier sectarismo o cualquier cosa que socave el subjetivismo inherente de cada persona. Me llamó mucho la atención, especialmente, la escena en la que los súbitos seguidores de Brian, brillantes caricaturas de los movimientos de masas y el gregarismo, se agolpan ante la casa del judío (hijo de un romano) y le ruegan a gritos que salga. Cuando al final lo consiguen, Brian les lanza un lúcido discurso a favor del libre pensamiento y en contra de toda heteronomía moral, pero cuando parece que sus “seguidores” lo han comprendido y van a pensar por sí mismos, los pobres ignorantes le dicen que sí, que se han dado cuenta y que a partir de ese momento serán librepensadores y autónomos. Pero, ¿cómo se es librepensador?, le pregunta a coro la marabunta de gente.
Volvamos al Moisés que antes comentábamos. En un famoso texto[1], Freud intenta psicoanalizar la escultura de Miguel Ángel. Para el afortunado que se haya deleitado con la contemplación de esta obra, compartirá conmigo la fuerza que inspira, la cantidad de cosas latentes que discurren por las profundidades del duro mármol. Hay muchas cosas que hacen de esta obra una fuente fructífera para variados acercamientos. La figura que representa, el bíblico líder del judaísmo, pasa por ser quien trajo el monoteísmo al mundo: una nueva versión de la realidad, una vida basada en la promesa de un Estado próspero, y que el cristianismo convirtió en una promesa por la vida eterna. En fin, sería desconsiderado no valorar lo que dicho personaje ha significado en la historia occidental. Pero lo que aquí nos interesa es analizar lo que hace Freud, que en el fondo es, al igual que los Monty Python con Jesús, una personal e intransferible interpretación de Moisés. Freud, el hombre Freud (como diría Unamuno), desde su fuerza subjetiva, que no era poca, aborda lúcidamente la cuestión y nos ofrece a un Moisés en calma después de la tempestad. A esta conclusión llega después de un largo recorrido por todos los análisis formales de varios especialistas de arte, y de un análisis personal de la posición de las tablas de la ley, de sus manos y de su relación con la frondosa barba. Al parecer, Moisés, después de haber recibido el mensaje divino y bajar del monte del Sinaí, queda consternado al toparse con los judíos adorando al becerro de oro. Ante tal apostasía y transgresión de las normas divinas, Moisés hace un movimiento brusco y descuida las tablas que tenía en el brazo derecho. Así se explica la posición de la mano con la barba y la de la pierna izquierda en claro ademán de levantarse. Veámoslo en palabras el mismo Freud:
Si no me engaño mucho, ha de sernos permitido ahora cosechar el fruto de nuestros esfuerzos. Hemos visto a cuántos de los que han contemplado detenidamente la estatua y meditado sobre la impresión que en ellos despertaba se les ha impuesto la interpretación de que Moisés aparecía representado en ella bajo los efectos de la visión de la apostasía de su pueblo. Pero esta interpretación hubo de ser abandonada, pues tenía su continuación en la expectativa de que Moisés había de alzarse en el instante inmediato, quebrar las tablas y llevar a cabo la obra de la venganza, lo cual contradecía el destino de la estatua como elemento del sepulcro de Julio II, junto con otras cinco, u otras tres figuras sedentes. Ahora podemos ya recoger esta interpretación antes abandonada, pues nuestro Moisés no se alzará ya airado ni arrojará lejos de sí las tablas. Lo que en él vemos no es la introducción a una acción violenta, sino el residuo de un movimiento ya ejecutado […].[2]

Es decir, Moisés supo controlar su ira en favor de la preservación de la Ley, y de esta manera su mirada de furia contenida, de fuego interior, es símbolo del “Moisés” particular de Freud. Aquí reside, por otra parte, el psicoanálisis, fuera consciente el escultor o no de las implicaciones que tiene la peculiar postura del cuerpo y las tablas. ¿Sería concebible el Moisés sin la brillante capacidad de su autor, sin sus circunstancias especiales, que le hacen ser quien es y esculpir la obra que esculpe? Y del mismo modo, ¿no es una obra de arte la interpretación, subjetiva a su vez, que hace Freud del Moisés? Así, tenemos a un sujeto enigmático, aparecido en el Éxodo, a otro sujeto que especula sobre el primero en forma de imagen, y a otro que interpreta al especulador. ¿No se ve ahora la grandeza del Arte, que de los enigmas produce genialidades, y de los hechos históricos elabora concepciones de la vida y el ser humano? ¿No se ve, por otra parte, cómo ni en el Éxodo, ni en el Moisés de Miguel Ángel, ni en el ensayo de Freud, prevalece ningún prejuicio objetivo sobre el Arte, y sin embargo, pocos dudarían de lo genuinamente artístico de las tres obras?
No me explico, pues, cómo ha habido teóricos tan osados para intentar apresar al Arte, reprimir lo que tiene de imprevisible en un sistema de preceptos, ya sean estilísticos, de contenido o de cualquier otro tipo. ¿Y por qué es imprevisible el Arte? Porque lo hace el hombre. ¿Y por qué es imprevisible el hombre? En la vida misma tenéis la respuesta.
Para acabar, atendamos a otras palabras de Freud, para representarnos mejor el calibre de su interpretación y lo que ésta significa en el imaginario mosaico, que en mi opinión es, al menos, digno de notarse, puesto que introduce un nuevo rasgo en la misión de Moisés; la represión de lo pasional en virtud de la norma, de la Ley judía:
Más importante que la infidelidad para con el texto sagrado es quizá la transformación introducida por Miguel Angel, según nuestra interpretación, en el carácter de Moisés. Según el testimonio de la tradición. Moisés era un hombre iracundo y sujeto a bruscas explosiones de cólera […] Pero Miguel Angel ha puesto en el sepulcro de Julio II otro Moisés, superior al histórico o tradicional. Ha elaborado el tema de las tablas quebradas y no hace que las quiebre la cólera de Moisés, sino, por el contrario, que el temor de que las tablas se quiebren apacigue tal cólera o, cuando menos, la inhiba en el camino hacia la acción. Con ello ha integrado algo nuevo y sobrehumano en la figura de Moisés, y la enorrne masa corporal y la prodigiosa musculatura de la estatua son tan sólo un medio somático de expresión del más alto rendimiento psíquico posible a un hombre, del vencimiento de las propias pasiones en beneficio de una misión a la que se ha consagrado.[3]





[1] El texto se titula “El Moisés de Miguel Ángel”. FREUD, Sigmund. En Obras Completas, Amorrortu, Buenos Aires: 1981.
[2] Ibídem, pág. 10.
[3] Ibídem, pág. 12.

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